El colectivo entra lentamente desde el sur a la ciudad moderna de Jerusalén. Autos tirados en los costados de la ruta, casas destartaladas y materiales diversos pululan en las laderas de unas lomadas bajas. En el bus, unos jóvenes judíos visten la vestimenta habitual en los grupos religiosos. El que está a mi lado no habla sino que envía mensajes por WhatsApp. Los otros, dos asientos más atrás, hacen bromas y se ríen. El colectivo frena en varios semáforos y la entrada se demora. A medida que avanza noto que un muro no tan bajo separa un barrio de otro. Le pregunto a Aarón (guía turístico y rabino) por la diferente configuración física y espacial de los edificios que están en el lado derecho del recorrido. Aarón toma aire y responde. Dice que es una situación difícil de explicar. Se trata de un barrio palestino en un territorio de Israel. El muro separa a los palestinos de los israelitas, dice y se queda callado.
Lo que veo, entonces, es una frontera interna, una llaga que corta la ciudad en tramos sucesivos e inesperados. ¿Quién define la geografía de la separación? ¿Cuál es el criterio?
Hago estas preguntas en mi cabeza y escucho la explicación de Aarón. Dice que los palestinos que viven del otro lado del muro pueden entrar con permiso a trabajar de este lado y que los otros tienen prohibido el ingreso. En esa prohibición se pueden ver los efectos de la enemistad llevada a un extremo y la forma intolerante de la división del espacio. La guerra y el ímpetu de sedición hablan en las piedras. ¿Cómo es que unos pueden y otros no? El muro marca, claramente, una separación étnica, religiosa y política. La relación entre los unos y los otros se ha radicalizado de tal manera que la convivencia es imposible.
¿Para qué existen las fronteras? ¿Qué es lo que separan? El conflicto palestino-israelí data de muchos años. Ataques, enfrentamientos, matanzas, asesinatos, sangre derramada en ambos bandos dan cuenta de una situación bélica permanente, de una alerta que no tiene fin.
Si uno recorre el desierto encuentra una sequedad abismal. Los palestinos y los israelitas se pelean por un desierto monótono. Tal vez esta afirmación injusta tenga algún sentido. El otro muro que hiere la ciudad nueva es una síntesis del dolor que aún quema a los hombres.
Aarón, rabino y guía
Aarón me cuenta que al trasladarse a Jerusalén con su familia debía empezar de nuevo. Estudió para ser guía turístico. Cuando llegó el examen final tuvo que prepararse en todos los temas: historia, geografía, fauna, flora, política, economía, religiones. Como es rabino y entró a rendir con la kipá puesta en su cabeza, suponía que podían preguntarle por un tema vinculado con una religión que no fuera la judía. Y así fue: le pidieron que expusiera sobre las santidades y las fiestas religiosas de las distintas variantes del cristianismo: copto, ortodoxo, católico, protestante.
Mientras narra las peripecias de su último examen nos lleva por las calles del barrio árabe. Los locales están cerrados por el Ramadán. Decenas de estrechas puertas de madera están clausuradas. Caminamos por la calle de la carne: las moscas y la roja podredumbre invade mis narices. Llegamos a la esquina en la que está el cartel de la Vía dolorosa. Subimos unas escaleras y accedemos a una de las etapas del Vía Crucis. En Jerusalén las cosas y los símbolos de las tres religiones monoteístas se cruzan como las aguas de unos ríos ubicuos
Avanzamos en el recorrido y entramos a un piso rústico y angosto. A los costados hay pequeñas casas hechas de cemento gastado y sin pintura. Los restos de construcciones diversas enmarcan las paredes como si fueran palimpsestos de vidas pasadas. Las puertas bajas y sucias tienen cruces de lata adheridas. Unos hombres de piel oscura y vestidos de negro van de una casa a la otra, como si sólo visitaran a sus amigos del barrio por cuestiones domésticas. En las zonas turísticas de la ciudad vieja vemos las versiones oficiales de los ritos y las creencias. En este rincón de la misma ciudad, en este piso con casas destruidas los coptos se tocan la puerta y conversan como si fuera un conventillo de bajo fondo. La pulcritud de la teología oficial convive con la existencia indigente de unos religiosos escondidos en pocilgas. Uno de esos hombres es el dueño de un local de venta de recuerdos de viaje. El negocio está taponado de cajas vacías y de cachivaches. Imanes, cruces y pequeños objetos brillantes invaden la sala desordenada y anómala. Al salir del negocio metido en el corazón del barrio cristiano Aarón nos indica cómo entrar a la iglesia más pobre y oscura de Jerusalén, el templo de los cristianos coptos. Unas lumbres mínimas crean una penumbra difusa y elemental. Algunos fieles rezan en una lengua que no puedo descifrar. Aarón me ha dicho, antes de que entrara a la iglesia, que quizás los coptos fueran los más coherentes seguidores de Cristo. Desde el punto de vista de la exaltación de la pobreza se podría decir que esta iglesia sigue los preceptos de la oposición al lujo y la ostentación.
Al regresar por una de las calles del barrio árabe, Aarón recupera la historia del examen final. Dice que en su exposición habló de las decenas de iglesias que se encuentran en Jerusalén. Rabino ecuménico, aprobó con creces y ganó su título.
Caminamos por el barrio judío ortodoxo de Jerusalén. El auto de un taxista atraviesa la calle. El bus se frena y toca bocina varias veces hasta que se cansa. Empieza a gritar. El taxista también grita y se pelean con la boca abierta y llena de improperios. El chófer del bus saca la cabeza por la ventanilla y mueve los brazos. El taxista se queja desde su asiento mientras acomoda el vehículo hasta salir del embrollo.
En una de las arterias, una casa de comercio ofrece kipás de los colores más insólitos. Aarón explica que el color indica el tipo de línea rabínica que sigue cada judío. Incluso, dentro de los matices del negro hay diferencias. Si la kipá es negra de tela es diferente a si es de cuero. Algunos ortodoxos sostienen que las de tela dejan escapar la judeidad por los agujeros del lienzo.
Pasamos por una calle desierta, la que tiene casas pegadas como en un caserío. Las sogas para la ropa pasan de una vivienda a la otra. Las camisas blancas y los pantalones negros llenan los balcones. Aarón explica que los judíos no pueden hacer exhibición de las relaciones sexuales pero que no tienen prohibido el sexo. Su explicación viene a propósito del mito que surgió a partir de una prenda que tiene agujeros, una prenda que a veces está colgada en una de las cuerdas de la calle desierta en el barrio ortodoxo. Algunos mal intencionados sugirieron que usaban esos agujeros para que los hombres tuvieran sexo sin siquiera rozar a la esposa.
Un hombre vestido de manera antigua tiene en la mano un celular Nokia prehistórico. Está en medio de la calle y corre el riesgo de ser atropellado. Los ortodoxos no pueden ingresar a internet porque consideran que es una de las formas del demonio. ¿Qué estará viendo en su teléfono ínfimo y creado para alejar al diablo?
Unas calles más abajo, Aarón me da la mano y se va. Un aroma a pena me invade. Ya no podré escuchar las historias narradas por el guía rabino que aprobó su examen hablando de la iglesia pobre y oscura de los coptos ubicada en el corazón caliente del barrio cristiano. Ya no saldrán de su boca los nombres de la urdimbre de creencias que configura la vieja ciudad de Jerusalén.
Por Fabián Soberón
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